La invasión de Rusia a Ucrania deja al descubierto una trama prolongada en el tiempo en la que, por un lado, la guerra y los bombardeos aniquilan materialmente los tesoros culturales de una nación -en su tiempo Sumeria, hoy el territorio ucraniano- y por otro, el fenómeno conocido como “cancelación” trata de eliminar del imaginario colectivo los aspectos culturales de una región, como ocurre en estos días con las obras y artistas rusos que están siendo boicoteados por los países occidentales como sanción por la acción bélica decidida por Vladimir Putin.
A una semana del comienzo de los bombardeos sobre suelo ucraniano, distintos referentes de la cultura están en alerta para proteger el patrimonio arquitectónico, histórico y arqueológico de la zona de conflicto, donde entre otros emblemas está la catedral de Santa Sofía en Kiev y donde ya ha sido destruida la obra de la artista María Prymachenko tras los bombardeos al Museo de Historia Local e Histórica de Ivankiv, al noroeste de Kiev. Al mismo tiempo, con una sobreactuación por momentos ridícula, gran parte de occidente parece dispuesto a invisibilizar o rechazar toda expresión que provenga de Rusia.
El ensayista e investigador José Emilio Burucúa recuerda los estragos que las dos guerras mundiales causaron en los patrimonios artísticos de casi todas las naciones involucradas en esos conflictos para inferir que muchos tesoros artísticos de Ucrania, más que nada arquitectónicos, serán destruidos por los bombardeos rusos y otras acciones de guerra. “No existen, más que la benevolencia del atacante (cosa muy dudosa), medios de prevención o resguardo para los edificios salvo la declaración, a menudo inconducente, de una ciudad célebre por sus tesoros artísticos como ‘ciudad abierta'”, explica a Télam.
“Pienso, por ejemplo, en Kiev y en su catedral de Santa Sofía, diseñada alrededor del año 1011 a instancias del duque Vladimiro el Grande y terminada en 1037-38 por el duque Yaroslav el Sabio”. La Catedral es un ejemplo de la arquitectura bizantina y modelo de las iglesias ortodoxas de origen griego, esto es, la gran fábrica de Santa Sofía en Constantinopla-Istambul. Además se conservan en su interior mosaicos del siglo XI e íconos del XII en el extraordinario iconostasio.
Burucúa señala que en cuanto a las pinturas religiosas sobre tabla, que abundan en Ucrania, “es posible desmontarlas y resguardarlas en algún refugio antiaéreo. Es probable que los ucranianos ya estén procediendo en tal sentido”, se esperanza el ensayista autor de “Enciclopedia B-S”.
Por su parte, la antropóloga Mónica Lacarrieu sostiene que el discurso y la visión sobre la guerra suele representarse al margen de la cultura. “Para las sociedades, los medios, incluso los gobiernos y los analistas internacionales, la guerra es un problema geopolítico y económico. Parece evidente que hay una invisibilización de la cultura y lo cultural en el contexto de guerra”, destaca.
La investigadora del Conicet entiende que cuando se trata de pensar en daños culturales “se apunta a los estragos que los bombardeos hacen respecto de los monumentos, y es muy probable que a partir de ello, Unesco nos interpele y nos diga que los mismos son patrimonio de la humanidad como un intento de utilizar la cultura, en este caso el patrimonio material, y de atenuar los efectos de la guerra o incluso intentar frenarla, si bien solo discursivamente”. Lacarrieu observa que se pierden referencias históricas, marcas simbólicas, como ya sucedió en otras etapas y en otras guerras. “Ahora bien, aun pensando en los monumentos dañados, pocos piensan en la guerra como un eje de historización vinculado a las relaciones, conflictos y disputas por el poder que se ha construido entre diferentes regiones, países, lugares y que con el conflicto entra en debate sin debate. Y aunque no lo parezca esto también es cultura o más bien cultural”, explica.
Más allá de los términos que asuma el conflicto bélico en términos de muertes y daños, en lo que hace a la dimensión cultural los daños serán también significativos: si la ofensiva sobre sus ciudades continúa, Ucrania sufrirá una devastación de su patrimonio material. Con un impacto menor al que implica la destrucción de monumentos ancestrales irrepetibles, también Rusia se expone a las consecuencias de la guerra. En este caso no se trata de la merma de sus activos físicos, sino del efecto de la cancelación masiva que por estos días silencia a su arte y su cultura en la mayoría de los países occidentales.
“La cultura en sí no es de cancelación, sino que es una cultura de justicia banal, cayendo en uno de los peores pecados culturales: banalizar la banalidad e impulsando, a su vez, una cultura de pedagogía y una relación con la cosa política desde la reacción propagandística. Todos se autoperciben justicieros en el tema de agenda que ‘los toca’ y esa autopercepción lo único que materializa es fortalecer lo estructural detrás de cada uno de esos escenarios que despertaron el deseo infértil de cancelaciones que, para más, son imposibles”, sostiene la artista y ensayista Bárbara Pistoia, directora del sello Síncopa Editora.
Alejandro González, el traductor de Dostoievski y presidente de la Sociedad Argentina del autor, recuerda que durante la Guerra de Malvinas, por ejemplo, la dictadura militar argentina había prohibido pasar música en inglés. “Era más fácil porque había menos medios de comunicación, no había internet, y fue hasta una suerte de empuje para el rock argentino”, señala.
“En tiempos de guerra hay como una suerte de censura, para ni siquiera entablar ningún tipo de simpatía con el bando enemigo. Eso es algo ocasional”, dice el investigador, quien lee la práctica conocida como “cultura de la cancelación” como una suerte de propagación del puritanismo cargado de hipocresía de la cultura anglosajona por los países del mundo: “es un paso hacia atrás en la civilización y es algo muy adolescente como actitud hacia la vida, cerrar los ojos a lo que no me gusta”, apunta.
El traductor piensa que “pretender cancelar la cultura rusa es imposible, es como pretender cancelar la cultura alemana, la cultura francesa, la japonesa; no tiene ninguna amenaza, ni siquiera potencial más allá de todas estas semanas que dura el conflicto y que después vaya bajando la tensión”.
Por su parte, Lacarrieu sostiene que “en el seno de la cultura de trascendencia, Ucrania puede asociarse en mayor grado al campo del patrimonio (se recuerda de las visita a Ucrania las cúpulas, los edificios antiguos), mientras Rusia queda estrechada a la renuncia de una directora de un teatro por manifestarse en contra de Putin, pero nada sabemos de sus eventos culturales y sobre todo de qué sucede con sus elencos artísticos, o con el lugar de la cultura en este contexto dramático”, reflexiona.
“Aquí creo que hay otra forma de pensar la cultura: pensarla desde el campo institucionalizado, más allá de los derrumbes, puede llevarnos a las potenciales sustituciones de monumentos o expresiones artísticas que con posterioridad a la guerra serán reemplazados por otros, imaginados desde la simbólica de la guerra, pero sobre todo desde lo que dejó la guerra, asegura.
Para Lacarrieu otra forma de pensar en daños o en la cancelación de la cultura, es vincular este asunto a la negación de lo cultural. “Lo cultural tiene vínculos con la diferencia situada, pero también con procesos identitarios significativos. Como se ha visto en la ex Yugoslavia y vuelve a observarse en Rusia-Ucrania hay una tradición de silenciamiento acerca de conflictos coloniales del poder, donde los separatismos toman un lugar de pureza identitaria y desde donde se justifica el conflicto, obviamente para que se reivindiquen identidades puras es porque también hay procesos de etnocentrismo construidos desde quien marca oposición con legitimidad del poder”, remarca.
Pistoia, en tanto, introduce la dimensión del lenguaje como parte de la producción simbólica bajo amenaza: “El refugiado, el migrante, el exiliado, una comunidad o un sector en peligro necesita del lenguaje para pedir ayuda, dar testimonio, expresar, contar, pero también para sentirse en casa más allá de estar donde esté y así volver a anidar, no solo como gesto de supervivencia, sino como victoria: acá estoy vivo, y eso necesita un lenguaje más allá de los idiomas”.
La ensayista y artista visual cree que estamos yendo “a un mundo cada vez más mestizo, integral y viendo en vivo y en directo como tradiciones, lenguas y culturas van en camino a la extinción. Lo estamos presenciando todo el tiempo, a veces es tan sutil que no lo percibimos y una guerra lo pone sobre la mesa”.
Para Pistoia mundo lo mueve un sistema expulsivo, y “esto abarca desde refugiados hasta gentrificación. Entendiendo, además, que la degradación de las culturas es un breve reflejo de la degradación humana y de la abolición absoluta de pactos sociales”.
Mientras que para Burucúa en el impacto que tendrán las medidas de boicot contra Rusia como la cancelación de relaciones entre artistas, científicos e intelectuales “se dará una situación paradójica, sobre todo si pensamos lo que ha sido la tradición rusa en los campos de la literatura, la música, la pintura y las ciencias frente a tiempos de persecución, guerra y violencia”.
“Los suprematistas rusos, con Malevich a la cabeza, florecieron en los tiempos desesperantes de la Primera Guerra Mundial y durante la guerra civil que siguió a la Revolución de 1917. Shostakovich produjo sus mayores composiciones contra la corriente del estalinismo. Vassili Grosmann compuso ‘Vida y destino’, una de las mayores novelas del siglo XX, en tiempos muy peligrosos del estalinismo tardío. Svetlana Alexievich escribió sus reportajes, únicos en la historia de la escritura periodística, a pesar de la represión burocrática soviética en los 70-80 del siglo pasado”, enumera.
Y concluye: “Es enormemente doloroso que mucho de lo mejor y más grande de la cultura rusa haya nacido al socaire de tantas catástrofes y tanto dolor social. No obstante y por eso mismo, creo probable que, cuando termine esta locura, otra vez conozcamos grandes productos de la cultura humana, fruto del anhelo de felicidad y libertad que no pueden suprimir los autoritarismos ni los tiranos”.